Iba en busca de una huerta orgánica, esas cosas poco usuales que a veces acostumbro a hacer alguna vez en mi vida. Tenía una dirección poco exacta. Recuerdo que era por Palermo, creo. Sobre la calle Humboldt, a pocas cuadras de Av. Santa Fe. Como era una dirección aproximada, pregunté en un barcito sobre una esquina. Era un bar de esos estilos modernos: viejos-renovados, puertas antiguas, de esas largas y angostas, de vidrio y hierro, típica esquina con ventanales.
Me encontraba en estado alerta, ansioso. Pregunté al primer mozo que ví en el lugar si conocía esa huerta. Se sonrió, hizo una mueca pícara inclinando sus labios hacia un costado, y asintió con la cabeza. Se acercó un poco más hacia mí, me indicó las calles, y me pidió que le avisara si una de las cosechas ya estaba en venta. Largué una carcajada como entendiendo a qué se refería,aunque no lo haya dicho.
Sin terminar de reírme, detalle clave que indicaba mi estado alerta-ansioso, salí corriendo como si llegara tarde a algún lado, tenía una sensación que a veces generan los cielos grises, esos que gritan que en pocos segundo comienza la tormenta.
Corría por la vereda cuando me dí cuenta, que de un momento a otro estaba descalza. Todavía sigo sin saber bien como sucedió. Las calles estaban casi vacías, como suelen estar en las tardes de Domingos nublados… y yo, corría por ellas, sola y descalza.
Cuando creí haber llegado, me encontré entrando a la casa de un conocido. Mientras subía la escalera, iba escuchando una música, una canción particular que no termino de recordar; creo que era alguna de Soda Stereo, una de esas que marca una época, un año, un sentimiento, una sensación.
El día seguía nublado, o se hacia de noche, ya no sabía identificar esa particularidad.
Cuando entré a la casa, me puse nerviosa, pero contenta al ver a todos mis compañeros que se habían reunido ahí. Estaba un poco confusa. Salía y entraba desde una habitación iluminada, en la que había dejado mi morral sobre un banco, hacia el comedor que tenía la luz apagada, dónde muchos charlaban y algunos bailaban. Me quedé en la puerta entre la habitación y el comedor. Seguía en mi estado alerta. Creo que la ansiedad pasaba, en ese momento, por la espera de él, que no había llegado. Eso es lo que creo, porque me recuerdo mirando constantemente a la puerta de entrada que estaba abierta. Miraba como un perro sentado que escucha detrás de una puerta, ruidos que le indican que su dueño va a entrar.
Aunque la comparación entre mi estado de alerta-ansioso y el de un perro no me guste, debo reconocer que estaba así.
En cuanto me distraje un momento, él apareció.
“Señuelo, hay algo oculto en cada sensación. Ella –él- parece sospechar, parece descubrir en mí, los vestigios de una hoguera”…hoy mi corazón no se vuelve del todo delator.
Sentía que nos correspondíamos, o eso quería. Aunque no lo recuerde exactamente (ni con un mínimo detalle, al punto de hoy dudar si sucedió de verdad) nos miramos, nos agarramos y corrió entre nosotros una energía de correspondencia.
Entre el alboroto de la gente, y el mío por sobre todas las cosas, lo perdí de vista.
“Un suave látigo, una premonición, dibuja llagas en mis manos”.
La noche ya era muy noche, tan noche que comenzaba a ser día. Entre mi olvido sobre la huerta, y mi despiste constante, al mirar a la vereda, ví que se habían juntado algunos a sacarse fotos. Los que estaban posando para las fotos eran unas parejas. Una pareja estaba sentada sobre un banco abrazándose, y la otra sentada sobre una mesa de madera, tipo tablón, se miraba. Esta última la componía una mujer y él.
Decepción. Creyendo siempre lo que quiero; pero lo que quiero nunca se entera que lo quiero.
Él le dio un suave y corto beso en la boca. Tenía esa manera que siempre tiene. La manera de encantarse de las cosas, como un infante, pero con la postura de un adulto, con justificaciones de su hacer que apelan a la razón, y con una mirada sincera, pero insatisfecha.
Sentía –o quería creer- que era yo quién podía satisfacerlo. Satisfacerlo sin que encuentre una justificación racional al encantamiento y a la satisfacción más que el encantamiento mismo. Pero, como si fuese “una buena muchacha de casa decente (…), sentada sobre el miedo de correr”, corrí, no en busca de lo que quería, más bien corrí de eso. Sentada, corriendo, sobre o por el miedo, cobarde al fin.
Se hacía cada vez más de día, tomé mi morral y salí corriendo de la casa. Y fué él, quién al verme salir corriendo, se dió vuelta para mirarme mejor, sospechando el por qué de mi huida, para al fin entenderlo todo.